La primera vez
José María Ánsar acababa de cumplir sus treinta y cuatro años y todavía era virgen, cosa del
todo lógica teniendo en cuenta su físico tan… repulsivo. Su rostro recordaba al
más siniestro y contrahecho de los monjes de “El Nombre de la Rosa”. Su pelo lustroso
y grasiento, su bigote negro como un sótano olvidado y su sonrisa de pervertido
coprófago no le eran favorables a la hora de relacionarse con el sexo opuesto.
Todo ello, acompañado de un eterno aliento a contenedor de basura orgánica,
provocaba la irremediable huida de las féminas a las que se acercaba babeando de
manera subterránea.
De todos modos, esas deformidades no
eran del todo culpa suya, pobrecillo. La parte de su cuerpo que haría vomitar
incluso a Jack el Destripador era su cerebro de reptil. Su mente depravada
podía ir a años luz de los límites de toda degeneración.
Viendo qué desastre de criatura le
había salido, su padre pensó que ya iba siendo hora de que José María Ánsar pusiera el pajarito en remojo, para ver si así podría hacerse un hombre de
provecho.
Siguiendo una costumbre de aquellas
épocas, el padre llevó a su hijo a un burdel para hacerle descubrir la vida. Escogió un
lupanar barato, ya que en el caro podrían reconocerlo delante del hijo, y eso no
era plan.
El prostíbulo era asaz decadente y
hedía a humanidad y a colonia barata. Estaba oscuro y lleno de humo de
cigarrillos. Unas cortinas rojas, apolilladas y manchadas de vaya usted a saber
de qué y cuándo, colgaban de las paredes. Cinco o seis señoritas con poca ropa,
poca salud y pocas ganas de trabajar mostraban sus carnes blandas y llenas de
varices; sentadas o espatarradas en unos sofás carcomidos y descoloridos.
La madame (se hacía llamar así, pero
todos sabían que era de Tordesillas) se acercó a la pareja y el padre explicó a
la señora qué especie de elemento le había traído.
La pobre señora pensó que el
muchacho tenía unas necesidades de ternura que una sola de sus señoritas le
podía dar. Tenía la edad perfecta y era de las pocas que utilizaba el bidet.
José Mari subió a la habitación. Todavía
estaba vacía. Las paredes habían sido blancas, pero entonces estaban verdes a
causa de la humedad. El
grifo del lavamanos perdía agua y se oía el ruido de cada gota cuando ésta se
desintegraba. Pluf… pluf…
Entonces entró la prostituta.
José María Ánsar se quedó perplejo.
—Joder, ¿mamá?
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